“Escucha la canción del viento” y “Pinball 1973”,
de Haruki Murakami.
Tusquets, Barcelona-Buenos Aires, 2015, 283 páginas.
Traducción de Lourdes Porta.
En España: 18,05 euros. En Argentina: 229 pesos
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Haruki Murakami se resistió durante años a difundir
internacionalmente sus primeras novelas: “Escucha la canción del viento” (1979)
y “Pinball 1973” (1980), que fueron sólo conocidas en japonés e inglés hasta
este año, y por eso sólo ahora se las ha traducido a nuestro idioma.
Son dos textos de “prueba”, propios de quien comienza un
camino creativo que le es desconocido. Murakami cuenta que, absolutamente ajeno
a la literatura, se dedicaba a atender un bar y a escuchar jazz norteamericano;
también era adicto a los partidos de béisbol. Fue un día en que, espectador de
una de esas contiendas, un pensamiento lo asaltó de pronto. Pensamiento
repentino, que no pudo asociar con nada, pero que lo llevó a decirse: “Sí,
quizá yo también pudiera convertirme en novelista”.
“Fue –comenta- como si algo descendiera despacio,
revoloteando, del cielo, y yo pudiese tomarlo limpiamente con ambas manos”. Y
así como lo pensó de manera sorpresiva, poco tiempo lo llevó a la práctica
escribiendo dos novelas casi en simultáneo, con muchos puntos de contacto entre
sí. Luego llegaría el turno de “La caza del carnero salvaje” (1982), novela con
la que afianzaría su obra dotándola de un perfil más reconocible, y de mayor
identificación con el Murakami más actual.
No obstante, ambas novelas iniciáticas no son
desdeñables. Por el contrario, anticipan lo que a mi juicio es lo mejor que ha
aportado el japonés como escritor de ficciones. En efecto, en ellas aparece en
primer término la desolación de lo humano, una suerte de sinsentido existencial,
que se ha hecho presente en los mejores textos del japonés, tales como “Tokio
blues”, “Los años de peregrinación del chico sin color” y “Hombres sin
mujeres”. Está omnipresente el jazz y ese espacio que representa el no-lugar en
Murakami: el bar, al que concurren escasos parroquianos y en los que suelen
registrarse conversaciones que apuntan a definir
un imposible: qué es el-ser-en-el-mundo.
El otro tópico recurrente/concurrente es el de la
soledad. Si se observa, en la casi totalidad de sus novelas y cuentos los
protagonistas, quienes los secundan, son personajes casi sin contacto con los
otros. Viven ensimismados, les cuesta conectarse y aunque tienen “noticias” de
esos mundos alternativos al que Murakami es tan afecto (y expone con irregular
fortuna), el mundo real les resulta árido, como quien marcha por la Luna o por
algún cuerpo astral silente, sin alma. El desierto de la pasión y de las emociones.
Le pasa al personaje central de las dos novelas, un
traductor que sólo tiene un amigo, El Rata, y que se dedica a tomar cerveza,
escuchar jazz, concurrir a un bar y mantener relaciones con diversas mujeres
(incluyendo un par de gemelas) que no parecen dejar en él huella ninguna.
Tiempo y espacio, como zonas neutras, son fundamentales
para el joven protagonista (para el joven narrador): “Yo avanzaba a través de
un silencio que se extendía hasta el infinito”; “Con el transcurrir del tiempo
todo había ido quedando atrás a una velocidad casi increíble. Sentimientos que
en cierto momento jadearon con violencia en su interior fueron perdiendo
rápidamente sus colores, adoptando la forma de viejos sueños sin sentido”.
Y la soledad se extiende a la ciudad. Aunque el narrador
dice que en la ciudad vive toda clase de gente distinta, en realidad parece que
hablara del páramo, del desierto, porque esa “gente”, que debería ser multitud,
no aparece en sus páginas. Siempre se trata de seres sueltos, muy alejados de
lo normal. Nada tienen que ver con medios públicos de transporte,
aglomeraciones de personas, centros de compras, peatonales, fábricas u oficinas
abigarradas. No es de extrañar, la multitud es la gran ausente en toda la
narrativa de Murakami. Aun en el caso de que nos llegara a hablar de la propia,
inmensa, Tokio en plena jornada laboral (foto), al lector le es imposible ver a la que es una de las ciudades más
pobladas del mundo. Murakami sitúa sus historias en Japón, un país de escaso
territorio, abigarrado como pocos, pero ese Japón es el “gran ausente”. Lo es,
podemos comprobarlo ahora, desde el primer momento en que Murakami comenzó a
escribir ficciones.
En “Escucha la canción del viento”, el autor introduce a
un escritor norteamericano suicida (e inexistente en la vida real): Derek
Heartfield, de quien toma breves cuentos y algunas sentencias. Más interesante
es cuanto gira al juego de pinball, que se vuelve obsesión del protagonista en
la segunda mitad de “Pinball 1973”, especialmente con una máquina específica
que, ubicada durante un tiempo en un negocio, pierde de vista hasta que,
intermediador mediante, termina ubicándola en un extraño y tétrico lugar donde
un coleccionista desconocido guarda setenta y ocho de esas máquinas
presuntamente para su solaz individual.
Ese lugar ha sido un depósito de pollos y el mal olor de
las aves persiste, como una suerte de sustrato, un hedor que remite a la
descomposición y que cuesta no equiparar con la propia muerte. El protagonista
mantiene un “diálogo” con la máquina que tanto ha buscado, aunque al
encontrarla y “dialogar” con ella comprende que no hay sustancia, como si se
dijera que no hay nada a lo cual asirse:
“Todo esto es muy extraño. Parece que nada de esto haya
ocurrido en realidad”.
“Sí, ha ocurrido todo. Sólo que ya ha pasado”.
“¿Es duro?”.
“No”. Sacudí la cabeza. “Las cosas que han nacido de la
nada han vuelto a su lugar de origen. Sólo eso”.
Y el protagonista concluye sosteniendo que lo único que
tenían en común la máquina y él mismo “era un fragmento de tiempo que había
muerto en el pasado”.
Como puede advertirse, estamos otra vez ante la
fugacidad del tiempo, la conciencia de la finitud y de la nada. Esos aportes,
más las secuencias en el Jay’s Bar regenteado por un chino, los diálogos casi
inverosímiles entre el protagonista y su amigo El Rata y con algunas mujeres,
terminan dando considerable sustancia a estos textos que si bien se advierten primerizos,
no son para nada desdeñables.
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“Para El Rata, el flujo del tiempo parecía haberse interrumpido en algún
punto. Él no sabía por qué había pasado. Ni siquiera podía localizar en qué
momento se había producido. Asido a una cuerda sin vida erraba por las pálidas
tinieblas del otoño. Cruzaba los prados, atravesaba las montañas, empujaba
varias puertas. Sin embargo, la cuerda no lo conducía a ninguna parte. Como una
mosca de invierno a la que han arrancado las alas, como la corriente de un río
encarada al mar, El Rata se encontraba sumido en la impotencia, en la soledad.
En algún lugar se habían levantado malos vientos y había barrido hasta la faz
opuesta de la Tierra el aire íntimo que, hasta entonces, lo había envuelto por
completo”.
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